Felipe Garrido
Luego
Clara lo propuso y salimos al jardín, las copas en las manos, grupitos de tres
o cuatro enlazándonos con los brazos por los hombros o por el talle, Mirtha
coqueteando –un guiño, el roce de una mano-, con ese buen humor que dejan
siempre el arroz con alcachofas y conejo, las habas en verde, los gusanos de
maguey, las botellas de tinto, una tras otra, inacabables, los racimos de uvas,
los quesos, y el aire tibio donde empezaba a sentirse el huele de noche al
tiempo que ya brillaba –Roberto lo vio el primero- el Lucero y un celaje
pintaba de fuego las sombras, y apenas, entre bromas, quedamos instalados, Que
cante Clara, gritó alguien y ella no quería pero los demás insistieron y de
algún lado apareció una guitarra que nos puso quietos y un instante después,
potente, luminosa, avasallante rasgó la última luz de la tarde la voz de Clara
y sus ojos brillaron más que el Lucero y yo los busqué en vano, porque esa
noche la canción no era para mí.
1 comentario:
Maravilloso texto, de gran calidad creativa, en mi opinión muy agradable de leer. Gracias por publicarlo y hacerlo posible
Publicar un comentario