Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

miércoles, diciembre 17, 2008

:::: El retorno de Jackie B

José Luis Sandín

Subes las escaleras del metro, las mismas que el tipo desciende. Subes y el bolso te acompaña en silencio, se mueve contigo, te sigue el paso con complicidad. Miras sus manchas, suspiras, te apresuras.
Él baja, baja con los ojos en ti: en el pelo, que escurre agua; en la cara, que no ha dormido; en el paso, que cae más y más a cada paso, ¿de tanto bailar en mesas? Lo miras, te gusta. Agachas el rostro y él, un segundo antes de cruzarse contigo, te saluda.
—Hola.
Su voz te sorprende, levantas la mirada, te detienes.
—Hola.
—¿Cansada?
—Para nada.
—¿Qué vas a hacer? ¿A dónde vas?
—A dormir, ¿gustas?
—Eeeh, debo ir a trabajar.
—¿Y...?
—Pero...
Sonríes,no conoces hombre que haya resistido esa sonrisa tuya, que viéndote reír así no camine a tu lado, junto a ti, escaleras arriba.
Cambias el bolso de lado para ocultar con tu cuerpo las salpicaduras de otro cuerpo —el último, el que dejaste atrás hace una hora—, para tomarlo a él, al tipo que se ata a ti sin saber a quién se ata de la cintura. Sonríes. Escaleras arriba tu voz baila, el bolso también.

viernes, diciembre 12, 2008

¿De qué sabor?


Fotógrafo: Arturo Mendoza

:::: Leyenda urbana

Sergio Gaut vel Hartman

—¡Hola, Polaco! ¿Cómo va todo?
—Peleándola, ¿y usted?
—Cansado, pero por suerte lleno de laburo hasta las orejas.
—Me alegro. Nosotros no nos podemos quejar. ¿Qué le doy?
—Un cuarto, como siempre.
—Almendras a la crema, chocolate y limón, como siempre.
—Exacto. ¡Cómo te acordás!
El heladero se concentró en su tarea, pero se movía de un modo errático, como si rumiara algo que quería desembuchar y le resultara difícil. De pronto levantó la vista y me miró fijo a los ojos, con expresión indefinible.
—¿Usa feisbuk?
—Bastante, ¿por?
—¿No se enteró?
—¿De qué?
—Es un invento de la CIA, un método para controlar a la gente. Lo espían, lo filman, registran qué piensa, quienes son sus amigos. Hay que rajarle al feisbuk, me lo dijo uno que viene a comprar helados acá y trabaja en la embajada yanki.
—¡Macanas, Polaco! Una leyenda urbana más, como tantas.
—¡No! Usted mo me toma en serio, pero el tipo me dijo que tienen a todo el mundo agarrado de las pestañas. No hay salida. Sáquelo antes de que sea tarde.
—¡Por favor! ¿Cuánto el helado?
—Nueve.
—¿Aumentó?
—Y, no hubo más remedio; coletazos de la crisis global.
—Claro, entiendo.
Me dio pena que el Polaco tuviera un ataque cardíaco pocas horas después de esa conversación... tan joven... no había llegado a los cuarenta... y lo que más me molesta es que al nuevo voy a tener que explicarle que siempre, siempre, llevo helado de almendras a la crema, chocolate y limón. Tardan mucho en recordarlo.

lunes, diciembre 08, 2008


Esta fotografía es propiedad de Steve Bailey y fue tomada de:
http://www.flickr.com/photos/monster/218610802/

:::: Cualquier tiempo pasado fue mejor

Sergio P. Migoya

Aquel hombre, por canas asomando la cincuentena, cruzaba sus manos grandes hacia el pecho como en ocultar algo bajo ellas.
—Vamos, buen amigo —uno decía de los que en la mesa le acompañaban—. Sabéis de sobra lo convenido siempre entre nosotros.
—Pero a mi cuerpo es menester lo que los vuestros tanto no precisan —pareció rebatir ceñudo el aludido, aun no sin cierto rubor en los carrillos.
Otro, de rostro ingenuo y sonrosado, afiló el mostacho fino con sus dedos como mostrando paciencia, mas sus ojos se le iban, con brillo de avidez, hacia entre los dedos del testarudo:
—Por Dios, que sois obstinado. No dudéis que vuestro éxito, en el haber conseguido, lo admiramos los tres con la justa reverencia. Mas la regla...
—Mas la regla es juramento —terció el cuarto hombre que hasta ahora se había mostrado silencioso, y en sus palabras podía notarse cierto matiz de autoridad.
Ante el acoso de sus compañeros, aquel hombre robusto lanzó un bufido de resignación, separó sus manos y empujó con ellas al centro de la mesa el motivo de las querencias: un modesto queso, redondo y rancio.
Sacó, el primero que hablara, una daga algo herrumbrosa de bajo la casaca raída, y en dos precisos tajos hizo la división. Antes de abalanzarse sobre el frugal alimento, quisieron aquellos menesterosos guardar su costumbre y, con tono poco convencido, rumiaron la arenga:
—Todos para uno...

miércoles, diciembre 03, 2008



Dibujo de Laura Hermosilla

:::: Juego de niños

Paola Cescon (Argentina)

Lo arrastro. Deliberadamente. Arremeto contra el gentío del shopping.
Mi hijo mira incrédulo a la trastornada que lo lleva de la mano (yo, su madre).
La carrera no es a tontas y a locas. En cinco minutos cierra la juguetería.
Me cago en todos los próceres. Maldita espada.
— Mi amor, ya me recorrí todas las casas de disfraces y no la encontré. ¿ No es lo mismo si te la hago con cartón?
— Mami, me eligieron para actuar de Belgrano. No me hagas pasar papelones. En la juguetería del shopping la mamá de...
Y acá estamos. Los materiales del subdesarrollo ya no los convencen.
La madre propone y los hijos disponen. Todo un horror para la psicología, pero no lo he podido revertir, aún. Provengo de la generación “La culpa está primero”.
Fue así como, posponiendo el trabajo que pensaba hacer después del trabajo, terminé con el auto estacionado en el nivel siete, y el local en cuestión está en el subsuelo.
Deliberadamente, sí, lo arrastro.
Son seis niveles, escaleras abajo, en las cuales no le advierto, como normalmente hago, de los peligros de estos monstruos mecánicos. Imagino los dedos de su pie destrozados entre los dientes de los escalones y yo que le grito: —Pedíle a Belgrano que te compre la espadita, porque tu madre tenía que seguir trabajando, y ahora no termino ni de madrugada, el techista viene al alba para dar fin a la tortura que me significa la gotera que hay sobre tu computadora. Porque tuve que dejar el auto en bajada por si no arranca y el único lugar en bajada que encontré fue seis pisos más arriba. Pedíle a Belgrano que haga magia para llegar a pagar la boleta del gas que vence mañana (planta baja, ya llegamos, falta poco) previo haber ido a verte actuar (si no, se me estruja el alma de imaginarte solito), cual equeco, cargando la filmadora, la máquina de fotos, los tres termos de chocolate caliente y las tortas fritas que tengo que hacer en cuanto volvamos, para que compartas con tus compañeros de curso (ya la veo, ahí está la bendita juguetería) y no estoy loca, estoy exhausta. ¡Corré, hijo, corré, que cierran el negocio!
—¡Querida, tanto tiempo!
La madre de mi jefe.
—¿Este es el mayorcito? Pero si es idéntico a tu marido.
Ex, señora, ex, tenía ganas de gritarle. Mutis. No tengo tiempo. Me ahorro las explicaciones. Parece que mi primogénito va a emitir algún sonido, entonces lo pateo, poniéndole cara de, si hablás, te asesino.
Le pellizca los cachetes, cosa que odia profundamente, y a él se le transforma la cara. En este momento desearía que no fuera tan educado como le enseñé, y le gritara: — ¡Vieja, largáme la cara y rajá, que tengo que comprar la espadita!
Ella sigue hablando. Yo miro de reojo. Veo cómo cierra la puerta del local. La cara se me transfigura ahora a mí. Tengo ganas de tirarme al piso, llorar, hacer capricho, patalear. Pero no. Empiezo a pensar cómo demonios voy a hacer para comprar la famosa arma en cuestión. Porque mi hijo sabe que, sea como sea, la va a tener.
Y blandirá feliz su sable frente a la audiencia escolar. Sin enterarse, quizás, que la madre después de haberla conseguido (aún a costa de que el precio fuera entregar su cuerpo) y depositado en el colegio junto con los termos, las tortas fritas, y algún alma caritativa que encontró para que filmara al nene, huirá raudamente a internarse en el psiquiátrico. Y en la primera visita al nosocomio, él niño le dirá: —Sos una mala, mami, no fuiste al acto.
—¿ Qué querés ser cuando seas grande? — le pregunta, sosteniéndolo aún de los cachetes.
Yo me río. Veo a mi hijo totalmente despreocupado que, después de escapar de las garras de esta mujer se dirije a las prohibidas escaleras mecánicas, no sin antes deslizar un: — Mami, apuráte que tengo hambre.
Pienso en el maratón descomunal que a veces es mi vida, en el cansancio que arrastro por momentos. Y sé perfectamente que, si a esta altura de un partido en el cual no ceso de atajar penales, alguien me hiciera esa pregunta, no vacilaría ni un instante al emitir la respuesta: — Cuando sea grande, quiero ser chico.

domingo, noviembre 30, 2008



Dibujo: Carlos Toledo

:::: El ladrón

Alfonso Pedraza

Siempre va a paso rápido, de mañana o tarde, mirando al suelo. Con ropas ligeras a pesar del invierno. Se acerca y dice.
—¿‘ta nojao?, ¿´ta nojao?
Cachera su nombre. Que no es su nombre, pero lo es. En su cara seria se asoma una mueca, casi sonrisa.
—Dime Cacherita —suplica con voz gruesa de ignorada adultez.
— Dime Cacherita —repite hasta el cansancio.
Volteo a diestra y siniestra. La solitaria calle, cómplice, me incrusta la ternura.
— Cacherita —repito en un susurro, casi en silencio.
Su cara se ilumina y se aleja. El ladrón de alegrías me deja. Gritando entre risotadas.
— ¡No estoy looooco!

miércoles, noviembre 05, 2008



Reflejo de un hombre
Fotografía: Amélie Olaiz

:::: Viuda

Mónica Sánchez Escuer

La oscuridad de la finca se prolonga por el bosque y le ensombrece el sueño. Las delgadas cortinas no pueden contener la penumbra que se asoma, tampoco las densas voces de la noche que arañan la ventana. Tiene frío. En el lado izquierdo de la cama, la mujer dobla su cuerpo sobre la huella ausente. Unos débiles rayos salen de la lámpara que no quiere apagar. Hace meses, desde que él se fue, duerme con la luz encendida.
Cierra los ojos y se cobija bajo el lumínico tacto.
Dos horas o tres. Un ruido cae en su oído y la despierta. Intenta descifrarlo pero su memoria adormecida apenas reconoce el seco golpear del corazón en su cabeza. Afuera no se escucha nada, sólo el ronco murmullo del aire. La mujer permanece inmóvil unos segundos, luego se atreve: apaga la luz. Su almohada la recibe tibia, le acaricia el cabello. Ella cierra los ojos. No duerme. A los pocos minutos, unos ruidos en el piso de abajo la sorprenden y le arquean la espalda. Mira la tenue raya de luz que se filtra por la puerta cerrada. Escucha el rechinido de la escalera. Se desprende de las sábanas que abrazan su pecho acelerado. Camina. Busca en la cómoda: ahí está, cargada, fría. La duela vieja le anuncia la proximidad de los pasos. El arma sostiene sus dedos nerviosos. La puerta se abre: una bala y dos alaridos estallan.
El cuerpo del marido cae.

jueves, octubre 16, 2008


Santa María la Rivera
Fotógrafo Amélie Olaiz

:::: Todos mis años y mis dolores en su vientre

Jorge Borja (México)
Para Adrián Román

En invierno la luz se retira del patio. Amanece más tarde y el sol apenas alcanza los balcones de los pisos altos de la vecindad. En el departamento 31, la señorita Arselia saca a su papá al balcón, después del mediodía para que no le pegue la resolana. Ahí se la pasa don Manuel, sentado en su silla de ruedas, con las piernas cubiertas por un cobertor.

¿Cómo me van a sorprender si eso ya lo viví? Esa cara la conozco y también esa otra, lo que les pasó ya había pasado. Los hijos heredan a sus padres hasta en la manera de cagar. Al muchachito del 9 le gusta andar de noche, como los gatos, trepado en la azotea espiando a las vecinas. Su padre Enrique y su abuelo Arturo hacían lo mismo; hace treinta años le llamé la atención a Quique porque lo encontré viendo a Arselia en el baño y hace más de sesenta, Arturo y yo juntamos dinero para comprar un catalejo en la Lagunilla. Me acuerdo que nos lo arrebatábamos para ver a Carmela la del 6 recibir al novio cuando su mamá se iba a trabajar. Lo mismo hace ahora su nieta con un jovencito flaco que espera fumando, recargado en la esquina de la panadería, a que la hija de Carmela se vaya a cubrir turno al hospital.

A pesar del frío, Camila, Esther, Karen, Mónica y sus amigas de la secundaria, aprovechan las vacaciones para salir a jugar voleibol en el patio. Visten de shorts y camiseta, y las más aventadas hasta usan falda. Agarran el mecate de un tendedero como red y pintan los límites del campo de juego con un gis. Sacan un balón percudido que tiene varios parches. Entre sus manos la bola parece viva: brinca de un lado a otro y las jovencitas se estiran, se doblan y se agachan para pegarle. Juegan con tanto entusiasmo que los visitantes se detienen a verlas y algunos vecinos chiflan y echan porras. El juego se interrumpe cuando la mamá de Mónica la obliga a cambiarse de ropa porque con tanto brinco hasta enseña los calzones. La sustituye momentáneamente Lupita, una vecina mayor, y prosigue el partido. Don Manuel, desde el balcón, sigue las jugadas. Se cala los lentes para mirar mejor. Su hija le trae un vaso de leche y un bizcocho que pone en una mesita junto a él. Parece que la juventud le infunde ánimos. Viene la bola volando sobre las cabezas de las niñas. Atrás, Esther, una chica morena y espigada, de blusa blanca, se alza para pegarle un puñetazo. Su cuerpo se tensa en el aire, sus muslos relumbran con el sol.

Maciza como la otra Esther. Yo cumplía 16, ella tenía 18 y una niña recién nacida. Me contó que llevaba poco trabajando y que pensaba juntar un dinero para poner un puesto en la Merced. Todavía no se habituaba a bailar repegadita como le pedían los clientes. Arturo insistió en que nos fuéramos a otro antro porque en ése nada más vendían cerveza y las muchachas estaban tristes. Tal vez, pero ésta es nueva, me acuerdo que le dije. Y tú también, me contestó el canijo. Me despedí de él con un billete para que levantara otra muchacha. Yo me gasté orgulloso los últimos 30 pesos de mi primer sueldo en el hotel. Esther me preguntó cómo quería. Para demostrarle que yo era muy distinto de sus clientes, le dije que no había problema, que iba a pagarle aunque no hiciéramos nada. La verdad es que yo iba muy nervioso. Apagamos la luz y nos quitamos la ropa debajo de las sábanas. Esther me dio la espalda y se durmió. Yo quise hacer lo mismo. Hasta que sentí el calor de una mujer desnuda, fue cuando supe que las noches de soledad eran muy frías. Casi temblando deslicé mi manos por sus piernas, me detuve en sus caderas, estreché su cintura y subí a sus pechos. Ella estaba dormida pero sus pezones estaban despiertos. Me entretuve acariciándolos suavecito, con las palmas de las manos. Cuando la oí suspirar, le besé la nuca y con la lengua fui bajando por el surco de la espalda hasta encontrar sus nalgas. Se arqueó y con el mismo movimiento se dio vuelta para quedar frente a mí. Sus pechos morenos quedaron a la altura de mi boca. Bebí de un licor dulzón, del que dicen los árabes que solamente se bebe en el paraíso.

Don Manuel remoja su concha y se lleva los restos a la boca. Por las comisuras le escurre leche y en la barba se le quedan moronas de pan. Camila se avienta hacia delante, con las dos manos haciendo un puño, le pega a la bola y cae de costado. Los mirones aplauden. Don Manuel levanta la cabeza. Mira cómo la muchacha sentada en el suelo se toca un codo. Tiene un raspón y un poco de sangre. Sus compañeras la ayudan a levantarse y la sacan del partido. Arselia, de suéter, pañoleta y rosario en la mano, le grita a su papá: “Voy a ver al padre Fidencio” y cierra la puerta. Don Manuel permanece callado. En realidad habla muy poco. Dicen que desde que murió su esposa se volvió muy serio. Se la pasa dormido frente al televisor. Parece que su única distracción consiste en salir por las tardes a tomar el sol.

A Arlet la conocí al segundo día de parranda en un cabaret de la peor reputación. Yo mismo la bauticé con el nombre de la otra, la que me había dejado después de dos años. Supongo que le puse así por sus labios gruesos y sus ojos grandes, como los de aquella, o tal vez porque simplemente la extrañaba. Se acercó a pedirme fuego para su cigarrillo. La invité a sentarse a la mesa y platicamos. Puede ser que me haya dado cuenta desde un principio, pero también puede ser que no me haya importado. Le seguí la corriente. La verdad es que me gustó su sonrisa. De dientes grandes y muy blancos, como la otra. Me gustó sentir su mejilla en la mía al compás de “Virgen de Medianoche”. Me gustaron sus pechos pequeños y de pezones muy finos. Tal vez ellos fueron los que me convencieron. Ni la mirada burlona del mesero me hizo regatear el precio. Su paciencia para bajarme el calzoncillo, la avidez de su mirada al encontrar mi verga, lo valieron. La lamió despacito, desde abajo, deteniéndose en ingles y testículos como si rezumaran miel y luego en el glande como si fuera una fresa. Con una ternura y una habilidad que las mujeres, francamente, desconocen.

Las muchachas terminan el juego, despeinadas y sudorosas. Se abrazan y chocan las palmas de las manos en alto. Lupita reparte envases con agua entre las jugadoras. Desde arriba don Manuel alcanza a ver cómo Karen se rocía el líquido en la cabeza y en el cuello. Se agacha para sacudir la melena. Se bambolean sus pechos como queriendo salirse de la camiseta. Aunque no pasa de los 15 años, ya tiene un culo redondo y bien formado. Ahora suspira don Manuel.

Michell me masajeó la espalda y luego me pidió que me volteara. Estaba tenso, avergonzado por mis canas, mis músculos fofos y mis verrugas. Ella no tenía más de treinta y era suave y linda, tibia y redonda. La elegí porque me pareció la más comprensiva. Entre el vapor vi su cara de sorpresa. ¿No te la estás pasando bien?, me preguntó. Y yo le dije que sí. Ella puso gesto de incredulidad. Mientras me masajeaba los pies y luego las pantorrillas, preguntó si era casado. Le dije que mi esposa había muerto hacía tres meses. Michell no contestó, simplemente se quitó el sostén y se me echó a los brazos. Me lamió el cuello y me chupó los lóbulos de las orejas. Bajó a juguetear con mis pezones. Sentí un calorcito hacia dentro del hueso. Michell me tomó del miembro y con veloz movimiento lo enterró entre sus piernas. Me metí en ella como si entrara a limpiarme a un manantial de aguas sulfurosas. Ya no había tiempo ni vergüenzas. Me sentí otra vez joven. Michell arreció el movimiento y gimió como si de veras lo estuviera disfrutando. Se llevó las manos a la cabeza y arqueó el cuerpo. Miré sus ojos en blanco. Yo me vine como si vaciara todos mis años y mis dolores en su vientre.

El sol se está ocultando y empieza a enfriar. Arselia abre la puerta, viene sonriente. De pronto se detiene y busca a don Manuel. Se asoma al balcón y lo encuentra con los ojos cerrados y la cabeza recargada en el pecho, sus lentes en el suelo. Otra vez se quedó dormido. Arselia se guarda los lentes en la bolsa del suéter y conduce la silla de ruedas, parsimoniosamente, por el departamento. Mira a su padre medio calvo, arrugado, con la barba revuelta y sucia de moronas. Ya no es el hombre aquel, tan fuerte y tan seguro, que abraza a su madre en la fotografía del comedor. De verlo tan delgado y tan débil, se conmueve y piensa: “Se ha vuelto como un niño”.



Dibujo: Laura Hermosilla (España)

sábado, septiembre 20, 2008

:::: La creación

Rafael García (Colombia)

Miguel Ángel termina la obra y agradece a los dos modelos su paciencia infinita. El más joven se viste, hace una venia y sale de la Capilla; el otro, simplemente, se desvanece en el aire.




Tres pimientos en pugna; padre, hijo y paloma
Fotógrafo: Amélie Olaiz

viernes, julio 04, 2008

:::: Puenting


Dibujo de Carlos Toledo



Rowena Rizo Patrón (Perú)
Tres de la madrugada. Se acerca a la baranda, atisba los doscientos metros de caída..., salta.
Sacude el cabeza aturdido. Empiezan a caer alrededor cuerpos y cuerpos como granizos gigantescos: éstos se incorporan, salen corriendo por el camino que trepa hasta el puente y desaparecen entre carcajadas sepulcrales.
Vuelve la mirada hacia la plataforma. Allá en lo alto, descubre una multitud que se arremolina a empellones para brincar desde el borde. Espantado, intenta huir sin hallar la salida... Sólo hay un anuncio luminoso que le indica: “Bienvenido al Paraíso de Suicidas.”


Fotografía: Amélie Olaiz

jueves, julio 03, 2008

:::: Historia contemporánea


Hombre de tierra. Fotógrafía: Amélie Olaiz

Josep M. Nuévalos (España)
Empezaba a encariñarme con él. Todas las mañanas lo mismo: salir de casa, comprar el periódico, bajar al subterráneo y allí, entre empujones y traspiés, intentar leer las noticias y los eventos deportivos.
Nunca supe cómo ni de dónde llegaba, pero durante el trayecto entre Arenas Blancas y Constitución, siempre aparecía aquel hombre menudo y aseado que lograba colocarse detrás, muy pegado a mis espaldas. Se acomodaba unos gastados quevedos y ojeaba el periódico por encima de mi hombro.
Esta mañana la noticia ha sido el hallazgo de los restos del cuerpo de un viejo profesor de Historia Contemporánea, torturado y desaparecido en 1976.
Dos fotografías enmarcan el informe: un montón de huesos dispersos en una fosa dentro de una quinta al norte del país y otra de medio cuerpo del mencionado profesor.
Confundido, observo la imagen cuyo rostro me resulta familiar. Giro mi cabeza hacia la izquierda intentando constatar mi sospecha.
Me mira por primera vez. Sonríe, y súbitamente, desaparece.

lunes, junio 30, 2008

:::: Creación




Nopal-siflor
Fotogafía: Amélie Olaiz

Miriam Chepsy (España-Argentina)
Y un universo se creó en su interior. Las palabras se condensaron como galaxias narrativas que giraban atraídas por la fuerza de una Idea.

:::: Equilibrios internos

Impal (México)
El soldado sale de la pintura, dejando atrás el bombardeo en Guernica. Ansioso de contacto avanza hacia otros cuadros. Desde el pasillo ve a una mujer elegante salir de las “Meninas”. Al enlazar sus miradas se van palpando en silencio, se abrazan, se besan. Después ella se encamina hacia la obra de Picasso. Él sigue rumbo a la comodidad de la realeza.

viernes, junio 06, 2008

:::: La Cofradía


Cofradía natural, fotografía de Amélie Olaiz

Mercedes Van Santen (México)
Adicción, no a todos confesada; hilo conductor que se desmadeja como bola de estambre ya jugueteada por un gato, que une historias de amores, algunos irrecuperables y otros en puerta, de odios y penas, de fantasmas y muerte. Hilo suelto, laxo y a veces, las más, desordenado, pero siempre, al final, madeja.
Sus caras me siguen, me acompañan, en sueños, en vigilias: atentas a los sentimientos que provocan. Sus voces excitan, calman o desalientan, pero siempre acogen.
Todos ahí tenemos historias, cicatrices en el cuerpo y en el alma; dolores que son consolados por regazos amables, por pechos sensuales o maternales: bahías protectoras en las tormentas.
Conspiraciones y rituales, dichas y desdichas, vericuetos a enderezar. Metamorfosis.
¿Nos convertiremos en densidades etéreas, en nuestra migración al más allá, así reunidos con botella de vino y tapete verde?


Unosolo es solo, fotografía de Amélie Olaiz

jueves, mayo 22, 2008

:::: Es tarde


Víctor Pavón (México)
Rafael despierta por los golpes que su mamá le da a la puerta de su recámara; en seguida toca sus calzones, están mojados. Su madre insiste, pero está asustado y no se levanta. “Báñate”, le dice, “el agua está caliente”, tiene el tiempo justo para arreglarse y desayunar, es hora de ir a la escuela.
Como no sale de su habitación, su mamá entra y lo encuentra acostado, tapado con las cobijas; le grita, le dice que no sea flojo, que debe ir a la escuela, pero Rafael no se levanta, sólo la mira; entonces ella, como todos los días, de un tirón le jala las cobijas y descubre las sábanas mojadas, lo toma del pelo y le pega, le dice que no es un bebé, y lo lleva al baño, abre las llaves de la regadera y lo deja bañándose. Entre el sonido del agua aún alcanza a escuchar los gritos de su mamá desde la cocina, llora, el jabón entra en sus ojos.
Cuando sale observa a su madre maquillándose, también se prepara para ir a trabajar. Rafael se pone rápidamente el uniforme escolar y se arregla el pelo, aún le duele la cabeza por los jalones.
“Ya estás grande para seguirte orinando en la cama, ya tienes ocho años, imagínate que dirían tus compañeros de la escuela si saben que te mojas en la cama, a ver si no te da vergüenza, si tu maestra supiera que me das problemas, aparte de no trabajar en el salón de clases”, le dice, él se queda callado; ella le sirve la leche caliente, no le gusta, ni el huevo semicrudo de todas las mañanas, ni el pan ni nada.
Cuando salen del edificio para dirigirse a la escuela a unas cuantas calles, le hace mil recomedaciones, “debes estudiar para ser alguien en la vida, hazle caso a tu maestra y cuando terminen las clases ve con la vecina del cuatro para que te dé de comer, espérame cuando regrese, te quiero mucho, no me gusta pegarte, pero lo hago para educarte, cuídate”, le da un beso, lo deja en la puerta de la escuela y se va a su trabajo en la oficina.
Rafael observa a sus compañeros de cuarto año jugar futbol en el patio de la escuela, tiene unas ganas enormes de participar, pero no lo dejan, le dicen que es un tonto, que no sabe pegarle a la pelota, lo corren, le gritan que no moleste. Suena el timbre para entrar al salón de clases y corre a la fila de su grupo.
De reojo ve a su maestra al frente de la formación y se angustia porque siempre lo pone en ridículo. Ya en el salón de clases la profesora les revisa a cada uno la tarea. Cuando le toca el turno a Rafael le dice que sus cuadernos y sus libros son una porquería, que no le entiende a su letra y de castigo lo deja parado con otros compañeros en las mismas circunstancias. Se le hacen eternas las horas en la escuela, mientras los niños que están sentados se burlan.
Por fin suena el timbre anunciando la salida, toma su mochila y espera la orden para formarse; en ésas está cuando la maestra se le acerca y le dice que quiere hablar con su mamá y si no va que mejor ni se presente. Rafael permanece callado, toma sus cosas y se va.
Cuando sale de la escuela se dirige a su casa, pero sólo de pensar en la sopa de la vecina siente náuseas. Distraído se echa a caminar por calles distintas a las habituales. Camina y camina y pierde la conciencia del tiempo. Sin proponérselo llega a un deportivo, entra y se sienta en una banca, así pasa un buen rato hasta que llega un niño casi de su misma edad, trae una pelota y su mochila de la escuela.
El niño deja sus cosas en el piso y se pone a patear la pelota. Rafael lo observa. El niño también lo ve y le pregunta si quiere jugar con él, Rafael acepta en seguida. Deciden poner una portería con sus mochilas y se turnan los puestos de portero y tirador de penales. Pasan las horas y siguen jugando, a veces en los columpios, a veces con la pelota. De pronto el niño ve a lo lejos a su mamá, quien lo anda buscando, le dice a Rafael que se va porque si no le pegan, toma rápidamente su mochila y su pelota, huye. Rafael sólo atina a observarlo.
Rafael sale del deportivo y toma un rumbo desconocido; después de caminar varios minutos, descansa en el asiento de un parabús. Ve pasar los coches, van y vienen. Mira cuando las personas ascienden y descienden de los autobuses, ni las unas ni las otras deparan en su presencia, tampoco parece importarle. Al poco rato retoma su camino.
Así transcurre el tiempo, ya casi es de noche. A lo lejos observa en una calle a mucha gente y la curiosidad le anima a averiguar de qué se trata, se acerca, ve las casas adornadas, muchos juegos mecánicos, los niños con sus madres y sus padres, una banda de música y muchos puestos con luces, es la fiesta de un barrio a donde ha llegado.
Se mete entre la gente y como puede llega hasta la entrada de la iglesia, en donde los feligreses apenas caben, escucha la voz del cura. No entiende. Decide ir al costado del templo porque en ese lugar están encendiendo juegos pirotécnicos y mira cómo el cielo se llena de colores y las explosiones llaman su atención. Ahí se la pasa un buen rato.
Sale de la iglesia y camina con su mochila en la espalda entre la gente, ve puestos de buñuelos, de pan recién preparado, de dulces, de algodones, por aquí; de bebidas, de tiro al blanco, de boliches, de dardos, por acá.
Más adelante están los juegos mecánicos, escucha los gritos de quienes están en las alturas de la rueda de la fortuna, se emociona y echa a andar, la música se escucha cada vez más fuerte, la gente va y viene, él recorre a mirar todos los juegos, pero el que más le llama la atención es el de las sillas voladoras, ríe tan sólo por mirar cómo los demás niños están felices, siente como si fuera él el que viajara en una de esas sillas.
El encargado de ese juego lleva rato observándolo y le dice que si quiere subir, que él le regala la entrada. Rafael acepta y corre a subirse a una de las sillas voladoras, se pone el cinturón de seguridad y agarra las cadenas delanteras.
El juego empieza a girar poco a poco, el aire se estrella cada vez más violentamente en su rostro, sus gritos se confunden con los de los demás niños, el sonido de la música es cada vez más ensordecesor, el bullicio de la gente se confunde con los truenos de los cohetes que están lanzando desde la iglesia, la velocidad con que giran las sillas es más intensa, abre los brazos y siente que vuela, cierra los ojos y lejanamente escucha que le dicen que se levante, que es tarde, es hora de ir a la escuela.

lunes, abril 21, 2008

:::: Cuarenta años

Diana Violeta Solares Pineda (México)

“Se está cayendo el cielo”, le dijo Pedro a manera de saludo mientras se quitaba el plástico que lo había cubierto de la lluvia. Ella apenas levantó la mirada del escritorio, vio de quién se trataba y, sin responder, siguió escribiendo.
Pedro colocó en un rincón sus herramientas de trabajo y se sentó en una silla. Consultó su reloj, todavía faltaba media hora para que acabara la misa. Se quitó el sombrero y empezó a darle vueltas entre las manos mientras observaba las paredes y los archiveros de la oficina parroquial.
La lluvia golpeaba el techo, algunas tejas cayeron estrellándose contra el piso, pero ni siquiera ese ruido distrajo a Esther de su tarea. Con una pluma fuente escribía los nombres de los niños y niñas que habían sido bautizados en la parroquia durante el último mes. Escribió “Dulce María Olivares” trazando líneas suaves, después, con rasgos burdos escribió “Wendy Peredo”. En seguida anotó los nombres de los padres, de los padrinos y la fecha del bautizo. El libro de registro de bodas, bautizos y confirmaciones de la parroquia era su tesoro, no sólo porque era la encargada de ponerlo al día desde hace un par de años, sino porque en ese libro tenía marcados, secretamente, sus nombres favoritos para el día en que tuviera que elegir alguno.
“Venga a cobrar mañana, el padre tiene que descansar”, le dijo sin mirarlo y sin dejar de escribir.
“Nomás cobro y me voy, no lo entretengo.” Le respondió con un tono amable, casi de súplica. “Es que la semana pasada corté el pasto y no me pagó y hoy podé el rosal y la bugambilia…”
Como Esther seguía sin levantar la mirada, Pedro prefirió guardar silencio y seguir esperando.
La mujer terminó de registrar al último bautizado, sopló suavemente sobre la hoja para secar la tinta, echó un vistazo a los nombres que estaban subrayados en color rojo y cerró con brusquedad el libro. “Como quiera”, dijo como si hubiera transcurrido apenas un segundo desde la última vez que Pedro le respondió. Se envolvió con un chal y tomó su bolso, pero al asomarse a la puerta se desanimó, el agua caía a cubetadas. Miró el reloj y luego a las nubes negras. De reojo alcanzó a ver al hombre que seguía sin moverse en la silla; hizo una mueca, se enredó más en su chal y se recargó en el marco de la puerta a esperar.
Sin darse cuenta se puso a contemplar las gotas que caían sobre los pedazos de tejas en el suelo. Poco a poco, el sonido de las gotas se fue metiendo en sus oídos. Cada gota era uno de sus nombres favoritos: mentalmente acarició el de “María Teresa”, sonrió al encontrarse con “Ángela”, pero al pensar en “Concepción" sintió una punzada.
“A la hortensia le va a caer bien el aguacero, trae muchos botones”, le dijo el jardinero con ganas de iniciar una plática. En lugar de responder, Esther se llevó la mano al lugar que le dolía, sus dedos se estremecieron al contacto con una cicatriz abultada en el abdomen.
Concepción fue el nombre con el que bautizó a la última niña que atendió cuando trabajaba en el sanatorio de la Arquidiócesis. Le puso así porque la niña se estaba muriendo, porque las monjas le habían dicho que debía hacerlo si algún niño estaba grave y no había sido bautizado. No era la única que lo hacía, también los médicos y otras enfermeras, aunque su orgullo era el de haber realizado el mayor número de bautizos en el hospital; de hecho, recorría las cunas para buscar alguna señal, alguna amenaza de muerte: niños boqueando con la respiración cortada, piel fría, colores pálidos o morados, cuerpos flácidos. Más de una vez le llamaron la atención, le dijeron que ése no era su trabajo, que alarmaba a las madres de los niños, quienes ya no querían que se acercara a las cunas porque la miraban como ave de mal agüero.
“También el durazno está bien cargado, el cura va a tener fruta a montones…” Pedro siguió con su monólogo para no sentir el silencio pesado de la mujer y porque le entusiasmaba hablar de las plantas que él cuidaba, mientras ella se restregaba las manos sin despegar los ojos de las gotas que se reventaban en el suelo.
La última niña que Esther bautizó fue a Concepción, porque a los pocos días a ella misma la metieron en un quirófano. Ya se lo habían dicho, matriz que a los cuarenta años no da hijos, da cáncer. La suya tuvieron que arrancársela cuando una hemorragia estuvo a punto de matarla. Desde entonces tiene ese sueño en el que se mira con cuerpo de gallina y alguien con brazos enormes la abre como al huacal de un pollo, oye cómo truenan sus huesos y escucha el sonido que hacen las tripas cuando el pollero las arranca de cuajo. Cuando se recuperó de la cirugía ya no quiso regresar al sanatorio y buscó acomodo en la parroquia de su pueblo. Al sacerdote no le interesó que fuera enfermera, pero sí que tuviera buena caligrafía. Ella se conformaba con asistir al cura en cada bautizo y con registrar nombres y apellidos.
“Las rosas de castilla ya abrieron pero las azaleas no. Yo creo que tienen plaga, como que se están secando...” Pedro se soltó hablando de lombrices, hormigas y demás bichos. Esther miró con desesperación el cielo que seguía gris, la lluvia no paraba y las punzadas en la cicatriz eran cada vez más fuertes.
“O le quitamos la plaga o mejor la arrancamos, no vaya a ser que contagie a las demás, ya ve que hay malas matas…” Pedro interrumpió su plática cuando vio salir a la mujer corriendo debajo del aguacero, por un momento se quedó inmóvil, pero cuando la vio resbalar al cruzar el jardín del atrio, tomó su impermeable de plástico y corrió hacia ella.
Cuando al fin estuvo cerca y escuchó su llanto, entendió que no era por la caída. Delicadamente y en silencio le puso el plástico encima y se fue despacio, dejándola ahí, llorando junto a las azaleas.

lunes, febrero 18, 2008

Ballenas en el mar de Cortés



Fotografías: Andy McCullog

Autor: Princesa Jñanachandra (Tara)

Aquí no hay hombre
allá no hay mujer
no hay yo, persona
ni consciencia.
La etiqueta de masculino femenino
no tiene esencia
Más engaña al mundo de mente perversa.

sábado, enero 26, 2008

:::: Falocefalia




Aglaia (España-México)
Es cosa conocida entre las mujeres que el hombre es un ser falocéfalo. Ello no indica - por más que a veces lo parezca - ningún rasgo de anormalidad cerebral en la especie masculina, aunque genere, con harta frecuencia, severos conflictos de personalidad. El hombre se escinde, se secciona, se rebana a sí mismo en dos mitades, y establece, entre ellas, un esquema de juego bicéfalo que enfrenta, y supedita, la cabeza principal –entiéndase aquella situada sobre los hombros- a la secundaria –ubicada hacia el borde inferior de la cadera, en lo que podría denominarse apéndice coxal-. De este modo, cada hombre se duplica a sí mismo y pone en marcha un sistema binario entre el seso y el sexo o, lo que es lo mismo, entre el cerebro y la testosterona. Así, él –el hombre- habla de él –el apéndice- en tercera persona, confiriéndole merced al distanciamiento lingüístico, vida, voluntad e independencia notables que restringen las suyas propias. Si él – el apéndice- no se comporta con la normalidad debida, es decir, con la movilidad y expansión adecuadas, él –el hombre- cae en una suerte de complejo de minimización personal que lo aboca, irremediablemente, a la más negra de las depresiones, con consecuencias lamentables que pueden, incluso, encaminarlo al suicidio. Cuando, por el contrario, él –el apéndice- cumple puntualmente su cometido, él –el hombre- se metamorfosea en un ser pleno, confiado, orgulloso de él –el apéndice- y, por extensión, de sí mismo, capaz de comentar , sin rubor alguno, los prodigios que él –el apéndice- realizó a través de él –el hombre- . Sortilegios singulares, récords inigualables, hazañas olímpicas que le confieren a él –el hombre- el grado de satisfacción necesario para poner a funcionar todos y cada uno de los esquemas del resto de su existencia con la seguridad absoluta de lograr el éxito. Por ello, señor mío, nosotras las mujeres –seres unívocos y unicéfalos- nos vemos obligadas a guardar en la mesilla de noche, en un frasco de aspirinas, pastillitas de viagra –conviene mezclarlas con el brandy los días que él se muestra remiso- y a asistir con mirada de madre tolerante a las muestras de complacencia que él le dirige a él en aquellas ocasiones en que él cumple sus obligaciones con la eficacia y la eficiencia debidas. Finalmente, mal que nos pese, somos incapaces de prescindir de él..., de ellos...




Ballenas en el mar de Cortés
Fotógrafo: Andy McCullog

:::: “Metempsicois”

Mariví Cerisola (México)

Te marchaste el último día del año y las primeras horas, de los primeros soles, no pude encontrar consuelo en ningún sitio. Rabia y desconcierto hurgaron mi interior abriéndoseme un hueco como de bala que fluía a raudales y, cual loba herida, me arrinconaba para lamer la lesión de ingenuidad. Maldecía por haber confiado en una piel que imaginaba igual a la mía y, mientras los ojos se me hundían con los recuerdos, escalofríos de dolor laceraban mi dermis.
Rastreaba con ansia los escondites en busca de tu aliento, de tus caricias, de mi vida con tu vida. Todo fue en vano.
Una mañana, al despertar, me descubrí con los rasgos afilados, los ojos enrojecidos y un morro babeante que iba ensuciando con espumajos blancuzcos el suelo por donde empezaba a agazapar mi encorvado cuerpo. Confundida, lanzaba zarpazos a los incautos que no podían comprender mi trance y me oculté de la luz dentro de una zanja que cavé en un apartado del jardín.
Por las noches deambulaba en solitario mi tristeza y en rotación aullaba a tu persona que, a manera de luna menguante me despreciaba irónica en medio de las tinieblas.
Varios amaneceres los caminé sin rumbo con la esperanza de cazar alguna otra esencia semejante a la tuya. Sin embargo, al olfatear otros humores me fustigaba el terror a lo inexplorado y con gemidos lastimeros retornaba a mi refugio.
Concebí el verdadero espanto de tu ausencia un anochecer cuando el instinto nubló por completo mi ya menguada conciencia y tuve el deseo de desgarrar tu carne, empapar mi dolor con tu sanguaza, matarme las ansias con tu agonía y, a modo de contrición, extirparte las entrañas para comérmelas como carroña.
Anduve perdida dentro de un bosque de locura y tormento en donde manadas de depredadores rugían para que me uniera a su delirio, pero, tan débil me hallaba que mi extenuado espíritu no pudo encontrar el llamado de mis iguales.
Cargué intemporal un pelaje dolorido mirando el mundo a través de rojos centelleantes.
Una mañana, de las últimas horas, de estos últimos días, desperté para escudriñarme en manos, cuerpo y cara algún rastro de la bestia que hacía horas y estrellas habitaba en mí. No descubrí huellas ni lamentos. El exorcismo del olvido me había regresado a mi forma original.